MININOVELA: EL DÍA QUE ME OSTIÉ
Me dolía hasta el alma. Apenas podía abrir el ojo derecho, porque el resto de la cara seguía dolorosamente aplastada contra el suelo. Había dado ya tres vueltas completas en aquel circuito y comenzaba la cuarta. A pesar de pilotar a gran velocidad, el tremendo susto me produjo la impresión de que el tiempo se detenía. Todo parecía ocurrir a cámara lenta... Muy lenta.
Aquel gigantesco caballo apareció de la nada, ocupando todo el camino, delante mismo de mis narices. Intenté girar a un lado con mi moto, una Yamaha 500 XT como la de Cyril Neveu, héroe del Dakar, pero mi inexperiencia en el pilotaje de estas máquinas y su gran peso no me permitió maniobrar de manera segura y me desequilibré.
Aquel gigantesco caballo apareció de la nada, ocupando todo el camino, delante mismo de mis narices. Intenté girar a un lado con mi moto, una Yamaha 500 XT como la de Cyril Neveu, héroe del Dakar, pero mi inexperiencia en el pilotaje de estas máquinas y su gran peso no me permitió maniobrar de manera segura y me desequilibré.
Solo tenía dos opciones: intentar saltar tirándome al suelo o chocar de frente contra el enorme equino.
Era la segunda vez que me subía a esta magnífica moto... y la primera que me bajaba en marcha.
Gran error.
Gran error.
El gigantesco animal, negro como noche de tormenta, de pelo increíblemente brillante, casi fantasmal, no hacía más que levantarse de manos y volver a caer, resoplando y piafando, cada vez más cerca de mi cabeza. El hijo de puta había conseguido asustarme de verdad y ahora pretendía rematar la faena, pisoteándome.
La chica que montaba al enorme semental estaba descontrolada. En su pálida cara se reflejaba el terror que sentía. Le era imposible dominar semejante bestia y solo podía intentar aferrarse a las riendas con las manos rojas de sangre, por la fuerza aplicada sobre las negras cinchas del bocado.
No muy lejos, se oían los gritos de mi madre y mi hermano, que me seguían en un todoterreno Land-Rover.
No sabía qué hacer. La adrenalina fluía por mis poros, pero mi cerebro estaba embotado y mi cabeza dolorida. En un último esfuerzo por sobrevivir, conseguí rodar sobre mí mismo, pero aún fue peor. Las gigantescas ruedas del todoterreno lamieron dolorosamente mis piernas.
No sé si fueron los nervios o algún tipo de locura que se derramaba como una pesada bruma entre los que estaban viviendo la escena, pero mi hermano empezó a descojonarse de risa. Una risa histérica, como poseído por algún tipo de espíritu demoníaco.
Mi vida empezó a pasar por delante de mis ojos a una increíble velocidad, y no pude más que empezar a llorar de rabia e impotencia, esperando un fatídico final.
Seguí rodando y me goleé en la espalda con un inmenso cerdo de color rosa. Un dolor lacerante en mi rabadilla me paralizó totalmente.
Cuando creía que todo estaba perdido, algo me arrastró con una fuerza descomunal y me alzó a más de un metro del suelo. Miles de luces de colores brillaron ante mis ojos y una terrible desorientación golpeó mis sentidos. En un abrir y cerrar de ojos, estaba a salvo, en brazos de mi padre.
Mi querido papá había salido de la nada, se había metido entre los cacharritos del "Tiovivo Hnos. Sánchez" de la estación de Renfe de Sant Feliu y había rescatado a su hijo mayor, de 4 añitos, que lloraba a moco tendido.
El enano cabrón de mi hermano de algo menos de 3 años, no podía parar de reír y mi madre, todo sofoco y con la cara roja del susto, a duras penas podía salir del pequeño Land-Rover en que se había encajado para acompañar al peligroso querubín.
La niña del negro corcel de fibra de vidrio brillante, creo que no perdonó jamás a sus tíos el haberla subido a aquel engendro que no hacía más que subir y bajar a toda velocidad sin que ella pudiera hacer nada más que intentar no caer, como había caído el niño torpe y regordete de la moto.
Cuando al fin sonó la sirena que indicaba el final de la atracción y poco a poco dejó de dar vueltas, la niñita rubia se bajó con fúria, arrancó con rabia su muñeca Nancy de los brazos de la tía, y con la cabeza muy alta y los ojos casi cerrados, les dio la espalda y se puso a caminar sin decir ni una palabra, con la grandeza y soberbia de una reina en un cuerpecito de un metro escaso.
Ese ha sido el accidente más grave sufrido en una moto mientras pilotaba y me dejó un buen chichón que mi madre se ocupo de bajar con una moneda de 25 pesetas sobre el bulto y un pañuelito atado a la cabeza. Por aquel entonces, era Jaimito, no Jaimoto.
Otros accidentes sí he tenido, como aquella vez que me arrollaron estando parado en un semáforo, o cuando me caí yendo de paquete en la moto de un buen amigo, pero eso es otra historia.
La chica que montaba al enorme semental estaba descontrolada. En su pálida cara se reflejaba el terror que sentía. Le era imposible dominar semejante bestia y solo podía intentar aferrarse a las riendas con las manos rojas de sangre, por la fuerza aplicada sobre las negras cinchas del bocado.
No muy lejos, se oían los gritos de mi madre y mi hermano, que me seguían en un todoterreno Land-Rover.
No sabía qué hacer. La adrenalina fluía por mis poros, pero mi cerebro estaba embotado y mi cabeza dolorida. En un último esfuerzo por sobrevivir, conseguí rodar sobre mí mismo, pero aún fue peor. Las gigantescas ruedas del todoterreno lamieron dolorosamente mis piernas.
No sé si fueron los nervios o algún tipo de locura que se derramaba como una pesada bruma entre los que estaban viviendo la escena, pero mi hermano empezó a descojonarse de risa. Una risa histérica, como poseído por algún tipo de espíritu demoníaco.
Mi vida empezó a pasar por delante de mis ojos a una increíble velocidad, y no pude más que empezar a llorar de rabia e impotencia, esperando un fatídico final.
Seguí rodando y me goleé en la espalda con un inmenso cerdo de color rosa. Un dolor lacerante en mi rabadilla me paralizó totalmente.
Cuando creía que todo estaba perdido, algo me arrastró con una fuerza descomunal y me alzó a más de un metro del suelo. Miles de luces de colores brillaron ante mis ojos y una terrible desorientación golpeó mis sentidos. En un abrir y cerrar de ojos, estaba a salvo, en brazos de mi padre.
Mi querido papá había salido de la nada, se había metido entre los cacharritos del "Tiovivo Hnos. Sánchez" de la estación de Renfe de Sant Feliu y había rescatado a su hijo mayor, de 4 añitos, que lloraba a moco tendido.
El enano cabrón de mi hermano de algo menos de 3 años, no podía parar de reír y mi madre, todo sofoco y con la cara roja del susto, a duras penas podía salir del pequeño Land-Rover en que se había encajado para acompañar al peligroso querubín.
La niña del negro corcel de fibra de vidrio brillante, creo que no perdonó jamás a sus tíos el haberla subido a aquel engendro que no hacía más que subir y bajar a toda velocidad sin que ella pudiera hacer nada más que intentar no caer, como había caído el niño torpe y regordete de la moto.
Cuando al fin sonó la sirena que indicaba el final de la atracción y poco a poco dejó de dar vueltas, la niñita rubia se bajó con fúria, arrancó con rabia su muñeca Nancy de los brazos de la tía, y con la cabeza muy alta y los ojos casi cerrados, les dio la espalda y se puso a caminar sin decir ni una palabra, con la grandeza y soberbia de una reina en un cuerpecito de un metro escaso.
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Otros accidentes sí he tenido, como aquella vez que me arrollaron estando parado en un semáforo, o cuando me caí yendo de paquete en la moto de un buen amigo, pero eso es otra historia.
Tocaré madera y espero seguir teniendo la suerte y el sentido común que me han llevado hasta el día de hoy “casi” sano y salvo.
¡Mucha suerte y prudencia, amigos!!
¡Mucha suerte y prudencia, amigos!!
Etiquetas: caballo, jaimito, mininovela, novela
2 Comments:
At 19 de marzo de 2013, 21:11, Anónimo said…
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